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TRISTE Y MISTERIOSA ROSA (Cuento)


  Una tarde de lluvia- invernal y nublada como mi triste vida de aquellos días-se me ocurrió salir de mi casa animado por unas dulces corazonadas. Hacía casi un mes que no veía la luz de la calle. Pues, me resistía en cuerpo y alma. Y no encontraba mejor sosiego que vivir sumergido en el pozo de mi soledad profunda, aunque confinado bajo los fríos muros del recuerdo de mi desilusión amorosa.
  Al salir, en vez de sangre, sentía bullir en mí un torrente de amargos resabios de aquel fatal despecho que me causó el vil engaño de Juana, mi anterior enamorada. Mal herido de corazón, resolví nunca más enamorarme de otra mujer. Y en el colmo de mi amargura, empecé a ver en el rostro coqueto de toda mujer a la prostituta que me seguiría a todas partes. ¡La mujer es el mismo demonio! -me decía, desde ese mal día, tragando mis iras.
  Ya en el paradero, tomé el microbús, rumbo al Cercado de Lima. Yo, entonces, vivía en un pobre barrio de Rosa Luz de Puente Piedra. Fui al fondo y me senté en el asiento trasero. De pronto, percibí una nubecilla de calor que trasminaba a suave aroma de mujer. Encendió mi piel y alborotó mi sangre al rozarme. Permiso, joven-me dijo ella- voy a sentarme. Y se sentó en el asiento junto al mío. No podía mirarle su semblante, unas punzadas de odio tensaban mi cuello y me forzaban a no darle mi cara.
 -¡Ay qué frío hace!-dijo, con gesto insinuante. No me resistí. Su voz, pareció  romper los goznes de una puerta de hierro, muy dentro de mi pecho. Sí, se siente mucho frío-le correspondí, mirándole tímidamente. Sus ojos de ella se encontraron con los míos y, de pronto, me atraparon. Sus mejillas se tiñeron de un pálido rubor con el que  contrastaba la blanca belleza de su rostro. Era bonita, pero, en sus ojos dormía una rara tristeza. De repente, volteo la mirada a la ventanilla del bus. Yo aproveché y dejé que mis ojos acariciaran su cabello, sus senos menudos, pero ya desvirgados -¡Sabe Dios por quién!-su cuello blanco y delicado, apenas cubierto por una delgada chalina. Es hermosa-pensé, algo fascinado-Pero veo clarito la mañosería en su cara. ¡Creo que es otra tramposa! Luego, volvió su mirada hacia mí. Sonrió y me arrancó también una trémula sonrisa. Me quería decir algo, pero esperaba a que yo empezara. ¿Cómo te llamas, amiga?-le pregunte, balbuciente. Mercedes- me contestó sonriente y fulgurando sus ojos-¿Y tu nombre…? Acerqué un poco mi cara a ella, sofrenando la bárbara timidez que me mataba, y le respondí con un nervioso beso en la mejilla: Me llamo Álvaro. Un amigo para servirte. Se estremeció, curiosamente. No sé si de recelo o de dulce sorpresa. Fuera de las lunas del bus lloviznaba y lloviznaba y parecía que la noche iba cayendo. Eran recién cerca de las 5 de la tarde. Faltaba unos diez minutos para llegar a la Plaza Bolognesi.
  Durante la larga travesía habíamos platicado tanto que ella y yo acabamos con la tierna sensación de habernos conocido ya muchos años. Me contó que ella también había sufrido una traición amorosa, pero que ahora temía de un modo aborrecible volver a enamorarse. Sin embargo, hizo que yo descubriera en la suavidad de su voz y su sonrisa la especial simpatía que ya sentía por mí. Me caes excelente, amigo-me dijo-Se te ve que eres una linda persona. Espero no volver a..a equivocarme-añadió, con torpe disimulo. Me sonrió una vez más. Yo apenas sostenía el fúlgido halo de su sonrisa con la mía, puestos mis ojos ¡eso sí! en sus labios. Sentía que ella me avasallaba. Su fija mirada se clavaba en mí sin que yo pudiera al menos zafarme de sus garras. A ratos, mis pupilas se desgaritaban y lamían mis zapatos desgastados, allí abajo de mi asiento. Entonces, al fin, conseguí romper dulcemente la gravedad de ese gran sol de su hermosura. Eres hermosa como una misteriosa rosa-le dije, tras unos minutos de mudo embeleso-Y no te creo que estés sola. Pero me consuela tu franca sonrisa. Sí… ¡tu sonrisa! Ella me dice que eres sincera y de nobles sentimientos. Mercedes, se encendió de gozo como una amapola.
 Plaza Bolognesi, señores-avisó en voz alta el cobrador. Tímida y vacilante, como si mi cálido aliento la retuviera, misteriosamente, se levantó mi compañera de su asiento, pero ahora, con un aspecto afligido y adusto en su rostro. Una doliente palidez parecía gravitar en sus ojos. ¡Pobre mujer!-suspiré-¿Qué dolor esconderá en su corazón? Yo también me puse de pie y la miré con aire  triste e inquisitivo. De hecho, yo ya no quería dejarla que se fuera sola.
 -Me bajo aquí-me advirtió de pronto, justo cuando el vehículo entraba a la Plaza Bolognesi.
-Te acompaño, Mercedes-me ofrecí a ella, aún tímido y titubeante .Ella se hizo la sorda. ¿Te puedo acompañar, mi linda amiga?-insistí -Me miró entre complacida y recelosa, y asintió con la cabeza. Un delgado fulgor en sus labios húmedos, me hizo ver sus deseos inconfesables: ¡siento que ya te amo aunque no te conozco! me dijo en sus letras de carmín, como una encendida flor
  Bajamos del microbús. Ebrio de júbilo, tan henchido mi corazón de gozosa expectativa que yo no sentía ya la larga caminata. Solo resulté con ella brindando, de pronto, por nuestra flamante amistad. Dos vasos de negra Coca-Cola, espumantes, al calor de nuestra dulce ilusión, se tornó en el cáliz de nuestra naciente amistad. Brindamos, entonces, a la luz de nuestras sonrisas que irradiaban a flor de labios. Al empezar, le propuse brindar con un vino o una cerveza, y me dijo que ningún tipo de licor le gustaba. ¡Qué bonito y peculiar comienzo, ah! Luego de unos instantes quise besarla, pero convine en no hacerlo. La voz de mi íntima prudencia me advirtió que acaso la perdería con mi necia osadía. Acordamos vernos el viernes siguiente, pero más temprano: a las dos de la tarde. La despedí, entonces, estrechándole su mano y dándole un almibarado beso en su mejilla que, como una rosa, palpitaba. Para colmo, yo no tenía teléfono celular, cosa que ella si tenía. Por no avergonzarme, disimuló y prefirió no inmutarse por ello ni mostrarme una mueca despectiva en sus labios. Con su efusiva sonrisa, bebió por fin el húmedo rubor de vergüenza en mi cara. Y Sin agregar más palabras sacó de su cartera una hojita de su agenda con su número telefónico y me lo puso en la palma de mi mano con una angelical delicadeza: Si no vuelves a dar conmigo, me llamas-me dijo-Yo me enrojecí como un tomate de la pura vergüenza. Gracias, Mercedes-apenas le dije- De todos modos, el viernes nos vemos.
  Desde ese día, el tiempo me parecía una tortuga muerta y opresiva. Los días y las noches ¡como nunca! parecían soplar solo fría niebla a la imagen de mi prometida que ardía en mi cabeza. Me desesperaba. ¡Y qué raro! Mis odios misóginos que había abrigado hasta entonces, se trocaron en vehemente apasionamiento amoroso por Mercedes. Debo de estar loco- pensé, vislumbrando mi última desgracia -Siento que estoy pidiendo a gritos que me traicionen otra vez. ¡Más cojudo no puedo ser! Llegó el viernes y fui a la cita. Estuve esperándola durante toda la tarde y nunca asomó mi acariciada Mercedes. La llamé con febril ansiedad por la noche y al día siguiente… ¡Y nada de ella! No contestaba. Me pasé llamándola durante mes y medio…. ¡Y nada! ¡Qué lástima!-pensé-Creo que ya la perdí para siempre. Al fin, una mañana, temprano, me  contestó llorosa y con la voz entrecortada: Álvaro.., ¡amigo mío! Mañana quiero verte a la una. ¿Me oyes? Perdóname, por favor! Perdóname por haberte fallado ese día… Y plop, me cortó, de repente, el hilo telefónico. Me escalofrié. Unos tumultuosos presentimientos se apoderaron de mí, al instante, tanto que no pude dormir esa noche. Era un jueves de glacial invierno. Me pareció seguir oyéndola, su voz reverberaba toda la noche en mis tímpanos, mientras una honda pena me taladraba  a nombre de ella. Por último, fui presa de una viva emoción que me trajo a la mente un millón de imágenes entre bellas y tristes de ella.
  Al día siguiente, me di con la sorpresa de que Mercedes había estado esperándome, ya desde media hora antes. Tan pronto como me columbró a una cuadra, corrió a darme el encuentro, me abrazó, profundamente, como si ya no quisiese desprenderse de mi vida. Hundió su cara y sus cabellos entre los pliegues de mi camisa, y yo empecé a buscarla con mis ojos ávidos y angustiados. Entonces, descubrí que sus párpados lucían medio lívidos e inflamados, y sus ojos se ahogaban en sus propias lágrimas. Hervía en ellos, el dolor y la tristeza. Pegué mis labios a sus mejillas y las besé a una y otra, obsesivamente, hasta ver aliviada un poco a su alma y acabar de enjugarle sus lágrimas en mi camisa. Cuéntame, amiga mía-le dije, con mi corazón muy palpitante- ¿Qué te ha sucedido en estos días de tu ausencia? Dímelo, por favor. Tal vez pueda ayudarte.
  Vamos a tomar un bebida, allí te cuento-me dijo. Fuimos a beber otra vez una Coca Cola en la misma tienda de ese día. Intentó contarme, pero no pudo. Comprendí que su franqueza, su sincero llanto-incluso sus ardientes deseos de encantadora hembra-jamás despertarían allí con unas ralas gotas de cafeína. Pedí dos cervezas, a ver si así rompía su afásico silencio. Y en efecto, ella acabó por desnudarse de su triste vida a punta de palabras y avivada más por el absorbente vaho etílico que salía de nuestras bocas. De pronto, estalló en sordos sollozos. La abracé y enjugué  otra vez sus lágrimas en mi camisa, pero ahora sí logré besar sus temblorosos labios, y ella se estremeció más al sentir mi palpitante excitación por su cuerpo. Aun así, no podía arrancarle una palabra confidencial de su boca. Una mezcla de honda pena y lujuria me embargaba por ella. No me resistí y le dije: Vamos a una habitación privada para que descanses, a ver si te tranquilizas y allí recién me cuentas, ¡quieres! Esbozó apenas una dolida sonrisa, en la que vi que me decía: sí, vamos.
  Ingresamos a un hotel económico y decente. Nos tumbamos a la cama. Y la acaricié y la besé ardiendo en llamas de carnal deseo, pero, Mercedes siguió sollozando como una niña herida. Bésame despacio y no me lastimes, por favor-me suplicó, cuando yo me había trepado sobre ella. Suspiró hondo una y otra vez. A su aparente frigidez, siguió de pronto una felina fogosidad que lo sentí brotar desde sus entrañas. Álvaro, te pido por favor que no me desnudes. Hagámoslo por encima de nuestras ropas, ¡quieres! Yo no reparé en esto, ni me sorprendí mucho porque me sentía ebrio y encantado con ella. Rojo y ya humedecido de intenso e invencible placer, la desabroche su blusa lila y luego su brasier, y descubrí, con doloroso espanto, unas manchas blancas en su pecho, que, examinándolo más de cerca, eran sus carnes sangrantes que enrojecían ni bien le ponía la yema de mis dedos. Era evidente que parte de sus senos y de su abdomen habían sido sancochados con agua hirviendo. ¡Dios mío!-exclame- Y esta cosa horrenda ¿quién te lo hizo? Mercedes, se quebró en llanto otra vez, pero se le anudaba la garganta y no podía declararme nada. Me bajé de ella y me eché a su lado, turbado y muerto de pena por su cruel desdicha. Unas lágrimas mías se resbalaron por mi cara. Todo mi frenético deseo sexual por la mujer de mis sueños, de pronto, se convirtió en piedad y rabia, imaginándome, desde ese instante, que un maldito monstruo le había infligido ese daño, y ¡sabe Dios con qué ensañamiento contra ella! A pesar de lo horrible que mis ojos siguen viendo en tu pobre cuerpo, ¿no vas a contarme nada?-le interpele. Mercedes se levantó y se puso encima de mí, muy delicadamente. Y, pegando sus labios a mi oído, me susurró: hazme el amor bonitamente y de allí te cuento. ¡Te lo juro por diosito que sí! Al decirme “hazme el amor”, volvió a despertar mi carnal apetito por ella, quien yacía desnuda ya a mis ojos. Sin embargo, las frescas heridas de su pecho parecían humear en la retina de mis ojos. Un ligero hedor de puta que emanaba desde su pubis, por culpa de mi depravada cabeza, me inspiraba asco al pensar en cómo estarían sus demás partes íntimas. Pero no debía mostrarle nada de las enojosas sospechas que abrigaba en mí. Al igual que su sensible piel, se desgarraría su alma, con tan solo endilgarle una maliciosa palabra mía. Me tragué mis malos pensamientos y olvidé todo lo feo que se me venía al seguir escudriñando las manchas desolladas y blanquecinas de su piel. Una oleada de roja excitación volvió a cubrir mi rostro y, muy jadeante, bajé su pantalón jean y en seguida su trusa roja, cuyo encendido color, casi me hizo enloquecer, sentí como chorros de fuego que salían de toda mi piel; y, en un abrir y cerrar de ojos, me hizo dar rienda suelta a esas mis locas pasiones carnales que, arrastrado quizá por un inexorable designio ¡de no sé qué demonio! me llevó, y muy a pesar mío, a enamorarme otra vez. Hicimos el amor durante casi dos horas, procurando no lastimarle sus senos heridos de mi amada. Luego, exhaustos y saciados, nos quedamos dormidos, abrazado yo a sus redondas caderas de mi hembra  y con mi boca puesta en su ombligo. Después de casi una hora, despertamos y vimos por los cristales de la ventana que la noche nos había asaltado. Una fría neblina pugnaba por entrar y cubrir nuestro lecho, con su glacial manto gris, el cual nos sumiría otra vez en nuestras tristezas habituales. Era hora ya de irse. ¡Ay no!- exclamó, ella, asustada, medio soñolienta-Ya se hizo de noche. ¡Ahora sí que me matan!
-¿Tienes tu marido, verdad?-le pregunté, algo enardecido por mis celos- ¿Fue este maldito cobarde quien te ha quemado tus senos, no? ¿Y por qué me dijiste que estabas sola, ah? Ya basta, Álvaro -me interrumpió, Mercedes, muy dolida- si solo vas a recriminarme, pensando lo peor de mí, sin siquiera escucharme un ratito, entonces, es mejor que nos vayamos y no nos volvamos a ver nunca más. Está bien-le dije, con mis labios crispados de celos-¡Te escucho, te escucho…! Una profunda rabia sentía que me arrebataba. Y mi respiración se volvió brusca y agitada. Los hilos de la obscura noche, sentía que me amarraban, me cortaban. Primero, te suplico que me perdones por no haber sido sincera contigo-me imploró, su voz gimiente. La verdad, si tengo mi marido y él es el que me ha echado agua hirviendo de la cafetera a mis senos. ¡Me ardía horrible! ¡No te imaginas! Lo hizo tan solo porque encontró tu nombre en mi agenda. Y no contento con eso, me tumbó al suelo y me masacró a patadas. Como un maldito poseído, me gritaba: puta y me mentaba la madre. ¡Claro que siempre me golpeaba desde antes! Pero, jamás me echó agua hirviendo como ahora.
-¿Y cuánto tiempo le vienes soportando su cobarde matonería, ah…?-le pregunté, con mi voz  embravecida.
-Desde que nació mi hija Rosita. Hace ya casi siete años. Es por ella que preferí no separarme de él. Y, también, porque mis padres nunca me creían a mí. Más bien, me decían que no debía separarme de mi marido, porque la gente hablaría mal de mí y todos me verían como un diablo suelto por allí. Mi mamá, como era una serrana cajamarquina, criada con látigo y horribles palabras, siempre me decía: si tu marido te da como a la burra, es porque tú tienes la culpa, ¡hijita malcriada! Así que tienes que aguantarlo, nomás. ¡Más te vale!
  Qué clase de demonios son tus padres –pensé, preguntándome en sepulcral silencio, pero con mis ojos que no se apartaban de su faz llorosa de Mercedes. Por instantes, quería maldecirlos, a paz de muerte, a los que la engendraron a esta pobre infeliz, que gemía con su corazón en la mano. Pero, me convencí que, incluso, Mercedes, era hija fiel de ese vil machismo que lo llevaba como burdo relieve en su alma. Era palpable su sufrimiento y dolor, pero, también, era, desgraciadamente, innegable, su curtido masoquismo que daba alaridos detrás de esa triste mirada. A falta de bellos sueños y verdadero amor para ella, le parecía, fatalmente, normal la miserable condición de mujer en que vivía. Pensaba ella, que sólo debía resignarse, y que, en el peor de los casos, era, incluso, decente sucumbir así a la muerte. Sentía que ya no tenía escapatoria. Y que sí se atrevió a vivir esta aventura amorosa conmigo, era quizá por una abierta rebeldía contra su destino. O, porque, acaso, veía en mí, a su nuevo amor con quien viviría el resto de su vida, sin importarle que, al final, yo resultase ser otro sádico machista, peor quizá que ese maldito bárbaro de su primera desgracia.
  Luego de un angustioso embarazo de mi corazón, recobre el hilo de la interrogación, aunque siendo muy cuidadoso con mis palabras. Mercedes, parecía tener llagas en toda su alma, y por eso era muy susceptible.
  Una vez más la abracé fuerte y la cubrí de besos en su frente, diciéndole: Ahora me tienes a mí. Y no voy a desampararte así la muerte se me cruce en el camino. Daré toda mi vida hasta librarte de este tu maldito calvario.
-¿Cómo lo harías?-me dijo, saboreando sus tristes lágrimas-Si hace tiempo que ya estoy muerta en vida. Además, todo el mundo está en mi contra…
-Acudiremos a todas las autoridades-le interrumpí, mascullando mi amarga impotencia-Ya verás que al final venceremos y viviremos juntos. ¡Demonios!  ¡Yo no sé por qué le dije esto! ¡Si yo era otro infeliz! Arrastrando, también, las tripas de mi desgracia, sin saber adónde ni a qué diablo me arrimaba.
-Ese mismo día que él me atacó con el agua hirviendo,  los policías se hicieron de la vista gorda-prosiguió, contándome-No sé qué conversaron con él a solas que, al final, sólo me obligaron a firmar un simple papel de reconciliación. Al llegar a casa, la bestia de mi marido me volvió a reventar la cara a puñetazos y me amenazó: ¡Una más y te mato! ¡Anda nomás a la policía, vas a ver!

-¡Esos malditos policías, qué están esperando, entonces..!-le dije, enfurecido- ¿Que te mate? Y ¿cómo está tu hijita? ¿Cómo haces para protegerla, ah?
-A mi hija la tengo enferma. Nació sanita, pero ahora le da unos ataques epilépticos que cada vez le vienen más feos. El médico de la posta me ha dicho que tiene traumas, debido a la violencia y los gritos horribles de ese loco de su padre. Y peor ahora que yo ya no tengo nada con él. ¡Uuf…vieras cómo se endiabla! Parece un perro bravo! Ya son casi dos años que ya no me acuesto con él. A veces, ruego a diosito que lo aparte de mi vida, lo más pronto, antes que acabe conmigo. Y todo lo hago por mi hijita, porque ya mi vida no me importa-Dijo esto último, derramando sus lágrimas y ahogada en un repentino silencio.
-Ahora sí ya me voy, amor mío-me dijo, temblorosa-Tengo que irme como sea. ¡Dios mío! ¡Ya me hice tarde! Vamos, cholito. ¡Cámbiate, si!
-Sí, vámonos-le respondí, exhalando un hondo suspiro, que pareció arrancarme tristes presentimientos.
  Salimos del hotel y le acompañé a tomar su autobús. Yo creí que ya nunca más deseaba verse conmigo, porque, hasta ese instante, no me decía para volver a vernos. Yo preferí que ella me lo dijera. Para mí, esa debía ser la inequívoca prueba de que ya en su corazón ella me llevaba a dónde iba. Una febril ansiedad se desataba en mí, esperando a que volviera a citarme. Chau, amorcito-me dijo, desesperada, abrazándome, y  muriendo de miedo por alguien. Este viernes nos vemos otra vez aquí y a la misma hora, ¡me oyes! No faltes, por favor, amorcito.
-Sí, amor mío. Acá siempre te esperaré-le prometí.
  Esa noche y otras noches más no pude casi dormir en mi cuarto. Mercedes acudía a mi memoria, pero muy lejana y sollozante. Sé que me quería decir algo, pero, me era imposible comprenderla. Fui el viernes a encontrarme con ella y, para mi mala suerte, nunca vino ese día, ni otros tantos viernes que, durante meses, incluso, durante años, ansiaba verla. La llamaba con delirio y vesánica insistencia, ¡y nunca más volví a oír siquiera su voz! Volví a caer en el cruel vacío de mi triste existencia. ¿Se habrá olvidado de mí para siempre? ¿O se habrá ido de este mundo, asesinada y asqueada por Miguel, ese despiadado diablo con el que vivía en su casa?
  Al rato, desperté en mi cama, empapado de sudor y con un raro escalofrío, creyendo en la viva realidad de esta historia, y, comprendí, al fin, que esto era muy cierto en la vida, pero que en la mía, por hoy, era solo un triste sueño.



    AUTOR: Jaime R. Sánchez  Lezma.



(Cajamarca, 1973) Poeta autodidacta que cumplió su educación secundaria en el distrito de Zaña- Lambayeque. Su profundo descontento espiritual frente a la crisis económica y moral de nuestro país, lo llevó a la reflexión crítica y a la poesía como expresión ideal ante la difícil condición humana. Siempre él de vocación autodidacta y de espíritu idealista en su formación artística. En su juventud incursionó en la locución radial y actualmente se desempeña como maestro de ceremonias. Participa en algunos recitales de poesía acá en Lima, y hace un año presentó su poemario: Me amortaja tu sombra. Además de la poesía sueña con la narrativa, pues piensa publicar pronto su novela: Plegarias de un Cucufato.

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