Francois Villanueva Paravicino
Foto: Efer Soto |
Escritor peruano (Ayacucho, 1989). Egresado de la Maestría en Escritura Creativa por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Bachiller en Literatura por la UNMSM. Ganador del I Concurso de Cuento del Grupo Editorial Caja Negra con el relato “Cazar una fiera” (2019). Finalista del I Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA-Casa de América “Los jóvenes cuentan” (2007).
Textos suyos aparecen en la antología Recitales “Ese Puerto Existe”, muestra poética 2010-2011 (2013). Ha publicado el libro de relatos Cuentos del Vraem (2017) y el poemario El cautivo de blanco (2018); además publicó en Amazon su primera novela Los bajos mundos (2018). Cementerio prohibido (2019) es su cuarta entrega. Reseñas y textos literarios suyos han sido publicados en páginas virtuales, diarios, plaquetas, revistas y/o.
Los demonios en el autor de Cementerio Prohibido
Texto de presentación
del libro por el autor en la Casa de la Literatura Peruana el pasado jueves 31
de octubre del 2019.
Comenzaré esta
presentación de Cementerio prohibido recordando aquel término que utiliza
Harold Bloom en Genios: el “sefirot”, que es el centro de la cábala (lenguaje
sumamente figurativo) y que busca representar la naturaleza intrínseca de Dios,
los secretos del carácter y de la personalidad divina. En efecto, de aquel
demiurgo o “dios creador” del que hablaba Platón.
Como todos
recordarán, el crítico estadunidense citó a Borges para decir “Shakespeare era
todo el mundo y nadie, la corona de la literatura y también la nada primordial”.
En efecto, según he venido descubriendo mientras pasan los años, la mayoría de
los hombres tienen una naturaleza pragmática y, en particular, el peruano,
debido a la pobreza, falta de cultura y las necesidades apremiantes, le importa
poco qué dice Byron en Don Juan o
Mary Shelley en Cuentos góticos.
Sin embargo,
para muchos escritores (en el sentido de escritores totales y artistas de
lleno), aquel inglés mítico que escribió sobre las tragedias más universales
fue lo que más releyeron, apreciaron o juzgaron, como consta en sus diarios,
cartas o ejercicios críticos literarios que hoy han salido a la luz. Basta
descubrir a Van Gogh admirando sus obras, o a Flaubert contándole a Luisa
Colette que leerlo lo fascina. Y así demasiados artistas que lo valoraron y lo
enaltecieron durante siglos, que, para el lector común, le podría valer un
pepino.
No obstante,
creo que no todo es “genialidad” (en el sentido de epifanía o inspiración,
posesión o exorcismo del escritor). Para ello, basta sufrir un remordimiento,
un dolor, una alegría, el más puro candor, una profunda tristeza o, casi
siempre, vivir una terrible soledad; que, creo, la mente del escritor o artista
siempre lo trabaja inconscientemente, pues lo atormenta y le remuerde, y le
corroe por dentro como la “solitaria” del que hablaba Mario Vargas Llosa; pues,
y esto me ha sucedido demasiadas ocasiones, uno siempre está pensando qué
escribir o qué contar, por la simple y trascendental necesidad de expresar a
través del objeto artístico que ha elegido.
En efecto, aparte de aquella inspiración, también
se necesita una vocación. Una terrible vocación que, como una cruz, una piedra
de Sísifo, una letra escarlata, te coja y te haga trabajar como un esclavo
hasta hallar resultados. Sentir tan grande aquella necesidad, que hasta incluso te haga sacrificar la
holgura (como muy bien lo sabía el autor de La
palabra del mudo), la felicidad amorosa (como inmoló el creador de La metamorfosis), la salud mental (como
lo vivió en carne propia al sufrir ataques de locura el creador de El dormitorio de Arlés) o el exceso de
la disciplina (como enseñan el autor de La
educación sentimental o el novelista de Conversación
en La Catedral).
Y
para lograr aquel objetivo de la perfección o el acercamiento a ello, como
diríamos con los Diarios de Franz
Kafka o Las cartas a Louise Colette
de Gustav Flaubert, se necesita una extremada y casi maníaca autocrítica. Es
decir, ser verdaderamente sincero, severo y juicioso al analizar nuestro
trabajo creativo. En efecto, solo con la sensibilidad, destreza y conocimiento
de la importancia de la forma y el contenido artístico, se puede pulir y tallar
nuestro material literario o nuestra propia obra. En otras palabras, saber
diferenciar entre lo que es estética o artísticamente válido, y lo que es
negativo y descartable; pues incluso hasta para innovar o destruir cánones
tradicionales, se necesita aprender de ellas y recién adoptarlas a nuestro
propio estilo
Al
reconocer y distinguir aquello (el conocimiento de la tradición y la disciplina
casi enfermiza), nace la premisa fundamental que leyó Van Gogh de Gustave Doré:
"Tengo la paciencia de un buey”. Aquel artista que pintó casi mil cuadros
artísticos en menos de diez años, desde que sintiera aquella terrible necesidad
al fracasar como expositor de museo pictórico, aspirante a religioso o futuro
académico, entendió muy bien que la paciencia es la virtud de las almas que
aspiran cosas grandes y que, contra viento y marea, deben luchar hasta
acariciarlo incluso en la agonía o en la gloria del fracaso.
Al
terminar de leer Cartas a Theo, La tentación del fracaso o Carta a un padre, uno puede decir con el
gran vate Rainer María Rilke, que uno debe escarbar y profundizar en nuestros
sentimientos más hondos y vivos; y al terminar de leer Cartas a Louise Colette o Cartas
a un joven novelista, podríamos decir parafraseando a T. S. Eliot, que lo
más importante es corregir, pulir y trabajar arduamente el estilo y la forma,
que, junto con la premisa anterior, orgánica y dialógicamente, juntos producen
una obra honesta, ética y propia.
El
relato más antiguo de Cementerio prohibido (con la modestia del caso) es Las
heladas, que lo escribí el 2007 cuando leía con admiración a Miguel Ángel
Asturias, José María Arguedas o Juan Rulfo, Y también, cabe destacar, a Abraham
Valdelomar y otros autores, pues siempre he sido un lector caprichoso. El final
apocalíptico y fantástico nació por la información que leía en los diarios,
donde se anunciaban crudos friajes y terribles granizadas; además de las
visitas a páginas web que vaticinaban un futuro apocalipsis en los inicios del
nuevo siglo.
El
cuento que da título al libro, es la última narración que terminé a inicios de
este año (2019). Lo comencé el año anterior, con la idea de crear (por lo
menos) una novela corta; aunque la recomendación era escribir una novela
extensa. Y, como pocos sospecharán, en este caso el título ya estaba decidido.
Tuve que reflexionar mucho para iniciar la narración, y recordé una de las
lecturas inexorables que me marcó (como lo hace una cicatriz) el primer año en
la Biblioteca de la Facultad de Letras de San Marcos: El extranjero de Camus.
Sin
embargo, al ver que mi cuento desarrollaría la temática de apocalipsis zombis,
recordé las cintas sobre muertos vivientes que devoré de niño, adolescente y
joven. Tal vez porque siempre me atormentaron las pesadillas con muertos
vivientes, monstruos, desastres y otros seres que sufrí, cierta vez, en unos
ataques de psicosis. No miento al decir que fueron una temporada muy
recurrentes aquellas pesadillas.
Por
mi parte, el cuento que más simpatía me trae, es El cuadro inconsciente, que
desarrolla la historia de un pintor joven y pobre que pierde a su amada muerta.
Aquel artista había vaticinado su futuro en los cuadros que pintaba (seres
deformes como demonios y diablos fragmentados, paisajes abigarrados y
apocalípticos sin orden ni estructura sólida, sueños y pesadillas luminosas o
sombrías, o paroxísticas escenas sin forma basados en algún pasaje infernal de
la Literatura Universal o de las diferentes biblias religiosas). Por eso,
siempre he creído en la frase del maestro de Modigliani, que afirma: “Todo
artista debe dar el salto al vacío y solo su arte debe rescatarlo”. Y eso fue
lo que hizo Lucrecio Vencedor y otros muchos, como Poe, Maupassant, Byron o
Quiroga, Solo es cuestión de entregarse.