Una tarde de lluvia- invernal y nublada como mi triste vida de aquellos días-se me ocurrió salir de mi casa animado por unas dulces corazonadas. Hacía casi un mes que no veía la luz de la calle. Pues, me resistía en cuerpo y alma. Y no encontraba mejor sosiego que vivir sumergido en el pozo de mi soledad profunda, aunque confinado bajo los fríos muros del recuerdo de mi desilusión amorosa. Al salir, en vez de sangre, sentía bullir en mí un torrente de amargos resabios de aquel fatal despecho que me causó el vil engaño de Juana, mi anterior enamorada. Mal herido de corazón, resolví nunca más enamorarme de otra mujer. Y en el colmo de mi amargura, empecé a ver en el rostro coqueto de toda mujer a la prostituta que me seguiría a todas partes. ¡La mujer es el mismo demonio! -me decía, desde ese mal día, tragando mis iras. Ya en el paradero, tomé el microbús, rumbo al Cercado de Lima. Yo, entonces, vivía en un pobre barrio de Rosa Luz de Puente Piedra. Fui al fondo...